En el año 2021 María contactó conmigo para decirme que trabajaba en una residencia de ancianos y, después de la pandemia y todo lo que había venido después, creía que sus abuelos y abuelas merecían un regalo de cuento, una sesión para invitarles a recordar buenos momentos, a ilusionarse con historias conocidas y desconocidas y a compartir palabras contra la soledad.
Han tenido que pasar dos años para que esta bonita idea se haya hecho realidad, pero lo hemos conseguido. El lunes por la tarde me fui a la Residencia Milagrosa de Corrales del Vino y allí me encontré con un público curioso: más de cuarenta ancianos que me esperaban, como no podía ser de otra manera, en su salón. Yo era la encargada de llenarlo de cuentos.
Saqué la pota de mi abuela y enseguida empezó la conversación: “ahí guardaba yo las morcillas”, “yo tenía seis o siete en mi despensa”… Junté sus recuerdos con los míos y enseguida empezaron las historias que nos llevaban a las noches de luna llena en un pueblo pequeño, al anillo del rey que tenía el mensaje más importante del mundo (esto también pasará), a los amores a medias que sienten los que buscan con impaciencia su otro pedazo de naranja… Entre cada cuento se intercalaban sus palabras y sus comentarios: “pues si eres buena moza, tú”, “yo es que de joven hice teatro”, “de La Armuña las mejores lentejas”.
Al terminar se animaron con sus propios poemas y acertijos, yo les invité a que no dejaran de contar, por favor, sus propias historias, porque sin ellas no nos quedaba nada que compartir. Me hablaron de que su memoria ya no era igual y les invité a grabarlas, a pedir la ayuda de la gente que tienen cerca. Prometí volver, si lo hacían, para escucharla. Y entre aplausos y agradecimiento me fui emocionada porque esa tarde conté para ello y también conté para mis abuelos, que escuchaban orgullosos desde el cielo.