Mi primera biblioteca fue mi madre. Ya sé que no soy la primera que lo digo pero es la verdad. Me leía sus Premios Planeta intentando entender de que iban esas historias tan complejas de la vida; y ella era la que siempre en las ocasiones especiales nos compraba a mi hermana y a mi un Zipi y Zape.
Después vinieron las tardes en la Sánchez Ruipérez y el mejor bibliotecario que he conocido en mi vida, Alfonso, con sus pantalones caídos y sus manos de nicotina, el que mejor sabía qué libros me quedaban por leer y cuál tenía que empezar. Un día me caí- todo lo larga que era- en la Sala de Préstamo y recuerdo su sonrisa, que me ayudó a levantarme.
En cuanto cumplí 12 años me fui a leer todo lo que pude en la Casa de las Conchas. Pasaba horas en la planta baja escogiendo libros, cómics, novelas de humor y otras historias adecuadas para una adolescente que había vivido mucho menos de lo que había leído.
Y llegó la Universidad y me fui de Erasmus a Lovaina y sentí la necesidad de buscar una biblioteca para sentirme como en casa. Primero encontré la de mi Facultad, y me releí todos los clásicos en castellano. Era verdadera necesidad. Mi amiga Eugenia se reía conmigo porque el bibliotecario, joven y muy serio, ponía multas de 10 céntimos cuando devolvías el libro tarde y a mi siempre, muy joven y muy serio, me las perdonaba. Estaba un poco enamorado de mi capacidad lectora. Luego encontré la biblioteca pública y allí fui muy feliz, tanto que doné todos los libros que me enviaban desde mi casa para que otros como yo pudieran disfrutar tanto de ellos como lo hice yo cuando me sentía un poco sola y los necesitaba.
Al volver a España encontré trabajo en la misma biblioteca en la que crecí como lectora. Y fui muy feliz. Tanto que no podré olvidar nunca esas tardes ordenando libros, conociendo infinidad de títulos, leyendo en voz alta con pequeños, mayores y otros seres curiosos. Luego se acabó pero fue increíblemente bueno mientras duró.
Por eso luego, con todas esas bibliotecas en la cabeza, ahora mi vida profesional consiste en ser “yo” un poco biblioteca. Y visitar otras – grandes, pequeñas, llenas de vida, de lectores, de ideas- para compartir allí todas estas historias , todas las posibilidades de una casa que, si está llena de libros, está llena de vida.